lunes, 11 de enero de 2010

NBA literaria


En el número 112 de la revista MERCURIO, Carlos Pujol escribe de forma insuperable sobre la excelencia de los clásicos. Recojo algunos de sus párrafos.


El renovado asombro

En una entrevista de la televisión, cuando preguntaron a Borges cuál era el libro suyo que recomendaba, él contestó –con la mirada perdida en lo más alto, sin ver, y sonriendo enig­máticamente entre oracular e irónico– : “No me lean a mí, lean a los clásicos”.


La palabra viene del latín “classicus”, que significaba ciudadano de primera ca­tegoría, y que ya en la antigüedad se apli­có a escritores ejemplares, que se pueden tomar como modelos. Los clásicos son, pues, escritores que se perpetúan, que se eternizan, se suce­den los siglos y a cada nueva generación se les descubre nuevos motivos de interés; son inagotables y también necesarios, uno comprende que sin ellos seríamos irremediablemente más pobres. Poseen el secreto de la eterna juventud, un mis­mo lector puede leer sus obras muchas veces, y en cada relectura encontrará en ellas, con renovado asombro, nuevas for­mas de verdad que se adaptan a cada uno de sus estados de ánimo.


El prototipo de los clásicos es natural­mente el viejo Homero, el más antiguo de la tradición occidental; pero a una distancia de veintiocho siglos, incluso leyéndolo en traducción, nos parece que como poeta ya lo había inventado todo, y que a menudo sus versos no admiten ser mejorados.


Tenemos que ver mundo con la imaginación. Y ahí están los maravillosos viajes que nos agrandan por dentro infini­tamente, y si es gracias a unos traductores, benditos sean. Quien no ha leído a Shakes­peare o a Emily Dickinson, a Balzac, Bau­delaire o Proust, a Dante, Leopardi o Dos­toievski, sabe muy poco de sí mismo. Hay momentos en los que es impres­cindible leer Guerra y paz o las Memorias de ultratumba, casi nos va la vida en ello. Esta convivencia nos enriquece y en ocasiones nos salva, no sólo por lo que nos dice – por lo que oímos en medio del silencio, que muchas veces es como se oye mejor–, sino también por cómo nos lo dicen, maravi­llosamente bien, de una forma irresisti­ble, persuasiva, deslumbrante.


¿Nombres todos antiguos? ¿Una colec­ción de muertos? Muertos no, cualquiera que haga la experiencia de estas lecturas capitales comprenderá que no pueden estar más vivos. Algo antiguos sí, como medida de precaución, porque los con­temporáneos fatalmente se equivocan, siempre ha ocurrido y sigue ocurriendo. Dentro de un siglo, ¿qué pensarán de nuestras glorias contemporáneas? Uno se atreve a suponerlo, pero se guarda mucho de proclamarlo urbi et orbe. A comienzos del XIX, todos los españo­les sabios y enterados estaban seguros de que Quintana era un poeta genial, quién lo diría. Y unas décadas después el mismo convencimiento señalaba a Campoamor y Núñez de Arce, y el propio Clarín ponía por las nubes Dolores, de un tal Balart. Y recordemos que en 1901 el primer premio Nobel de Literatura (empezamos bien) re­cayó en Sully-Prudhomme, la más com­pleta y pomposa de las nulidades, justa­mente olvidado.


Hay tanto para elegir que es una bobada preci­pitarse con la excusa de que hay que estar al día. Demos la razón a Borges, leamos a los clásicos y hagámoslo con libertad, arrebato y desenfado, sin temor reve­rencial, porque ellos escribían primor­dialmente para que alguien los leyese, alguien como nosotros. Y a ser posible, aunque eso ya es mucho pedir, con crite­rio y sensibilidad, que es lo que deberían enseñar en las escuelas.